Fernando González Gortázar según Juan Palomar (II de II)

Conferencia titulada Resumen de Fernando impartida en el Museo de las Artes de la Universidad de Guadalajara con motivo de la exposición de Fernando González Gortázar titulada Resumen del Fuego. 22 de enero 2014. Agradecemos a Juan Palomar, Laura Ayala y Francisco Cuéllar de MUSA por las facilidades para contar con el documento completo. 2da de dos partes.

Todo lo más por decir

Es quizá redundante seguir hablando, tratando de describirla, de la obra de Fernando González Gortázar dentro del mismo recinto que presenta una muy completa revisión de su trabajo. Baste hacer a ustedes una insistente invitación a recorrer esta muestra, cuya realización ha implicado un gran esfuerzo y en donde cada quien encontrará sin duda muchas preguntas y numerosas, inesperadas, respuestas e iluminaciones. Es obvio que ante cada producción se suscitarán distintas, celebrables reacciones.

Porque un rasgo que me parece absolutamente esencial para describir lo que González Gortázar hace es el riesgo. Es un arquitecto que no duda en tomarlos –el azar otra vez. Y como todo aventurero que se lanza hacia terrenos ignotos, Fernando ha encontrado tierras de promisión, parajes áridos e ingratos, sonados triunfos, ciertos fracasos. (Es emblemático el título de su temprana exposición en el Palacio de Bellas Artes en 1970: Fracasos monumentales.) Pero el riesgo es el patrimonio de quienes se juegan la vida en cada empresa que acometen. En las antiguas cartografías se acostumbraba poner dos leyendas en los amplios territorios sobre los que no se tenía noticia: una era Hic sunt dracones, la otra decía, Hic sunt leones. Aquí hay dragones, aquí hay leones. Esta geografía imaginaria y real, con todos sus peligros y acechanzas, es la que Fernando González Gortázar atraviesa como una costumbre inveterada. Dragones y leones, de toda suerte, han sido sus compañeros, sus enemigos, sus aliados. Esa permanente apuesta por lo nuevo, por lo bello y lo insólito ha sido la constante en su carrera. Una característica que me parece a todas luces ejemplar, edificante. Sobre todo si advertimos, con la perspectiva de la distancia, como tantos arquitectos se han ido cómodamente plegando a la conveniencia, al comercialismo y la mediocridad.

Con parejo empeño, González Gortázar ha hecho de un venenoso ingrediente para el arte su permanente enemigo: la concesión. No hace concesiones, punto. Si no gusta lo que propone, peor para quien no le gusta. Si se juzga muy atrevido, habrá quien corra el riesgo junto con él. Las componendas y la floja claudicación no son lo suyo. Contra viento y marea persevera en la fe de que lo que propone es justo, es bueno. Y, como todos los que hacen intentos leales, ha tenido derecho a sus equivocaciones. El extravío o la desorientación, los intentos fallidos o las fatigas del viaje son también el patrimonio de quienes van abriendo las brechas.

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Escultura y fuente Hermana Agua, 1970. Guadalajara, Jalisco.

Quien se la juega

He mencionado la fundación de Pro Hábitat, asociación nacida en 1972. Desde allí, y después desde las diversas tribunas que ha tenido, Fernando ha sido un permanente defensor de la ciudad y de la naturaleza. Ha elevado la voz, incontables ocasiones, para intentar preservar y promover el patrimonio construido y natural. Batallas ganadas y perdidas. Su postura ha sido invariable: no se concibe a un hombre de su tiempo que no se involucre radicalmente en la circunstancia que discurre a su alrededor.

Hay una característica que ciertamente lo distingue: González Gortázar sabe escribir. En un gremio en el que la mayoría de los arquitectos son prácticamente ágrafos, él ha desarrollado, a través de su escritura, ensayos y artículos esclarecedores sobre la arquitectura, el urbanismo, la ecología y muchos otros temas. Su prosa es clara y precisa, aún esmerada. Produjo uno de los libros canónicos para los estudiosos de la arquitectura mexicana del siglo XX. El que lleva, precisamente, ese nombre, y que publicara en 1994. Además recogió valiosísimos testimonios sobre Ignacio Díaz Morales, Luis Barragán y Matías Goeritz, así como sobre la fundación de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Guadalajara en una serie de libros publicados por la propia universidad.

El gusto por el juego, por el azar fecundo, por la alegría de la creación está presente con cada vez mayor fuerza en las obras más recientes de González Gortázar. Baste mencionar el campus de la Universidad de Guadalajara en los Altos, a las afueras de Tepatitlán. O el museo Chiapas en Ciencia y Tecnología. O una obra que le ha ocupado por más de veinte años en Monterrey: el Emblema de San Pedro. Una verdadera promenade architecturale que ha desarrollado en el municipio de San Pedro Garza García, y en la que ofrece un variado y gozoso recorrido a través de una ciudad a la que logra quitarle lo anodino y convencional a través de diversos y sorprendentes recursos. Particularmente grata para mí fue, en una reciente visita, la visión de Las Banderas, una plaza sembrada por algunas columnas que despliegan al aire una serie de bandas de delgado concreto que ondulan con júbilo sobre el fondo magnífico de la Sierra Madre.

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Parque González Gallo, 1972. Guadalajara, Jalisco

Lo monumental y lo íntimo

Vuelvo ahora a incurrir en un recuerdo temprano. Visitaba yo con mi padre una exposición hacia 1970. Debió haber sido, otra vez, el Centro de Arte Moderno. Vagaba yo a la merced de mis ojos inexpertos por las galerías, asaltado por múltiples y dispares propuestas. En cierto momento mi padre me llamó y me dijo: “Te voy a llevar para que veas a la mejor obra, y con mucho, de las que aquí estás viendo.” Y me condujo ante un pedestal sobre el que brillaban 125 cubos dorados. El resplandor geométrico de esa pieza dura hasta hoy. Lejos de ser una estática composición, logra proponer una serie de perspectivas y juegos ópticos que me continúan maravillando. “Nomás que no son 125 cubos, me dijo mi padre, fíjate bien.” Ante mi desconcierto luego de hacer la correspondiente multiplicación, me explicó: “Son 126, agregando el gran cubo que todos los demás forman.” Y aquí está esa pieza, en la planta alta de la exposición, para quien quiera comprobarlo.

La calidad monumental, a pesar de que algunas de sus realizaciones tengan una escala pequeña se explica al recordar la etimología de monumento. Es el latín monumentum: recuerdo. La capacidad de González Gortázar de producir espacios, esculturas, objetos y obras gráficas tiene casi siempre esa calidad recordable, esa condición inefable que hace que ciertas obras entren en nosotros y nos trabajen –ya sin darnos cuenta- por dentro. Y que así generen asociaciones, evocaciones, posibilidades: y que comencemos a alentar nuevos recuerdos, y nuevos porvenires. Por alguna razón evoco ahora una serigrafía simplísima de Fernando que hay en mi casa y que, en toda su sencillez, deja una huella, un eco que me acompaña frecuentemente. Así, cada quien es capaz de transitar por la afortunadamente vasta producción de Fernando y erigir, a través de esa contemplación, sus propios monumentos, sus propias visiones que logren acercarlo a sus íntimos deseos y aspiraciones, a su real grandeza y dignidad. Sobra decir que, en el caso de la ciudad, las aportaciones de Fernando González Gortázar son por esto fundamentales. Pero también funcionan en otros niveles. Si no estoy muy equivocado, para esto debe de servir el arte.

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La Torre de los Cubos, 1972. Guadalajara, Jalisco

Músicas, viajes

Entre los regalos que he recibido hay uno particularmente grato, entrañable. Una cajita de cartón con 26 discos compactos adentro. A través de ellos Fernando hace su propio recuento y antología de la música popular mexicana. Esta reunión de voces y canciones es un portento: nadie sale indemne de su audición. Se llama Cancioncitas. De repente nos damos cuenta de que esa precisa tonada que una abuela y sus amigas solían cantar en los largos viajes por carretera se encuentra allí, que no estuvo –como lo temíamos- perdida. Sones y huapangos, desgarradoras composiciones de José Alfredo, temas de Agustín Lara, interpretaciones de Lucha Reyes, todo está allí. Y, de nuevo, es un gozo y un descubrimiento ir transitando guiados por Fernando a través de todas estas riquezas fundamentales, alentadoras.

La pasión de González Gortázar por la cultura, y por la cultura popular, encuentra aquí una manifestación puntual de una atención y un cariño por lo que nuestro país es y ha sido que, me parece, no hace más que expresarse por otras vías en todos sus quehaceres. La misma búsqueda personalísima y original está en la base, en el fuego que produce una combustión creativa y vital que no cesa. Dentro de esta misma línea se encuentra el afán viajero de Fernando. Pocos traslados pueden ser tan vívidos e intensos como el que, en una conversación, González Gortázar realiza para contar, por ejemplo, sus múltiples andanzas  por África. Desde el asombro ante un tipo de gramínea o de un árbol majestuoso, un cierto animal, un tipo humano, hasta un paisaje. El aliento épico de los grandes viajeros tapatíos –pienso en Manuel Ancira Verea y en su mujer Teresa Campos- es cristalinamente perceptible en sus relatos. Y ese aliento alimenta, cada vez, junto con las distintas vertientes que conforman la personalidad de Fernando, una trayectoria artística que así se vuelve más explicable, más clara. Pero el misterio de la íntima lumbre que lo guía permanece, y sorprende. Es uno de los grandes heterogéneos/heterodoxos de nuestro tiempo: escapa a todas las clasificaciones. Piensa en otra cosa.

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La Torre de los Cubos, 1972. Guadalajara, Jalisco

Nos vamos quedando solos

Las grandes figuras tutelares de la arquitectura tapatía se han ido extinguiendo. Ignacio Díaz Morales, Salvador de Alba, Alejandro Zohn, Gonzalo Villa Chávez, Julio de la Peña… Todos se fueron. Existe una orfandad que la ciudad, el estado y el gremio experimentan ante la ausencia de esas figuras capaces de orientar el rumbo, de señalar perspectivas, de plantear cosas nuevas. De esas figuras que invariablemente levantaban la voz en la defensa de la ciudad. No perdona el tiempo: cada generación tiene su término y su tasa. Fernando González Gortázar tiene 71 años: no hay otra figura en la arquitectura de Jalisco que tenga su estatura artística e intelectual, su capacidad de interlocución y comunicación en todos los niveles, la solidez de una carrera marcada por el riesgo y la ausencia de concesiones, su entereza espiritual. Dicho esto reconociendo, por supuesto, a otros valiosos arquitectos. Sin embargo, la reunión de cualidades y merecimientos de González Gortázar lo han convertido –tal vez a su pesar- en el mascarón de proa de la arquitectura jalisciense de este nuevo siglo. Vive en México: me consta que nunca ha dejado de estar presente en Guadalajara. Aquí conserva casa y despacho, de lo que aquí sucede permanece continuamente informado. En esta época en que es posible viajar rápidamente y aún comunicarse de manera instantánea, existe quizás otra dimensión en la distancia y el exilio. Fernando González Gortázar ha soñado obsesivamente, toda su vida, por una ciudad mejor. Recordemos ahora la línea de W.B. Yeats: En los sueños comienza la responsabilidad.

Un muro o dos.

Quise dejar para el final de este desbalagado recuento el recuerdo y la evocación de dos muros que, debidos a la autoría de Fernando González Gortázar, me acompañan de continuo. Uno nunca lo conocí. Aparece en una fotografía, que recuerdo no muy buena, del libro que Raquel Tibol le dedicó al arquitecto. La imagen mostraba una topografía ondulada sobre la que Fernando había construido un muro, sencillísimo y esencial, de ladrillo (¿o eran adobes?) que seguía, con curvas armoniosas, el contorno del suelo: algo en esa corporeidad a la vez intemporal y nueva lo volvió indeleble.

El otro muro está en Colima, dentro de los jardines de la universidad. Es una estructura semicircular de ladrillo de lama que forma un manto, abierto en el centro y que muestra un escalonamiento de planos. Pasé un rato viéndolo. Pensé que la voz cálida y enérgica de Fernando había ordenado y dispuesto, junto con los albañiles, esa precisa composición; me pareció, casi, oírla. Como si allí hubiera dejado, para quien tuviera la suerte y la calma de verlo, un recado. Un recordatorio de que por allí había pasado, de que con esos cuantos ladrillos –hijos del fuego- y con esa mezcla algo quería decir, y algo seguía diciendo. El manto de ladrillos no es muy alto. Y sin embargo su proporción y su vuelo son, una vez más, monumentales. ¿Qué guarda el manto, a quién arropa? El espacio central permanece vacío, como esperando. Pensé entonces lo bien que se estaría allí arriba, arropado en esa mañana fresca por el calor de los ladrillos –otra vez el fuego-, dominando con la vista el jardín y alcanzando a ver el volcán. Era un monumento vacío, que cada quien llena: con alguien querido, consigo mismo, con las ausencias. Un gesto de amistad, sin duda, de cariño y atención a quien lo mira. A lo mejor un gabán ranchero esperando alguien que lo ocupe.

Alguien me dijo un rato después que el monumento se llama, precisamente, Homenaje a la amistad.

Este ha sido mi modesto intento de presentar ante ustedes mi –siempre incompleto y parcial- resumen de Fernando.

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Centro de Seguridad Pública, 1993. Guadalajara, Jalisco

Créditos de fotografías. Fotografía de Fernando González Gortázar, Guadalupe Castillo. Fotografía de Juan Palomar: Francisco Cuellar, Museo de las Artes de la Universidad de Guadalajara. Fotografías: Monumento Nacional a la Independencia y la Gran Puerta, Monografía de Fernando González Gortázar, Colección Monografías del Siglo XX, Secretaría de Cultura Jalisco. Fotografías: Puerta Oriente a los Altos, La Puerta del Viento y Barda, Libro Resumen del Fuego, Museo de las Artes de la Universidad de Guadalajara.

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